Por Juan Salinas Crespo, Jefe de Comunicaciones de la Universidad de Antofagasta.
En la era de la información, el control sobre los medios de comunicación se ha convertido en un tema crucial para el sano funcionamiento de las democracias. Sin embargo, ¿qué sucede cuando las medidas destinadas a combatir la desinformación y garantizar la veracidad de la información cruzan la delgada línea hacia la censura previa?
En el trasfondo de la creación de la Comisión Contra la Desinformación en Chile se encuentran las secuelas del rechazo al anteproyecto de constitución, celebrado el 4 de septiembre de 2022. Resulta intrigante notar que los partidarios del apruebo, que constituyen la coalición gobernante y los mismos convencionales que redactaron el anteproyecto y se la jugaron por esta opción, señalaron con el dedo acusador a las noticias falsas y a los medios de comunicación, entre otros, como culpables del resultado de la consulta.
Con este telón de fondo (no declarado), la comisión se erige como respuesta a la percepción paternalista de que la desinformación desempeñó un papel influyente en la decisión del pueblo chileno durante el plebiscito. Esta iniciativa, diseñada para asesorar a los ministros de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, así como al secretario(a) general de Gobierno, se propone analizar a fondo el fenómeno global de la desinformación, especialmente en las plataformas digitales.
La premura de emitir dos informes en un año, que evaluarán el estado actual del fenómeno y ofrecerán orientaciones para la formulación de políticas públicas, refleja la urgencia percibida por parte de las autoridades para abordar la desinformación en un contexto cada vez más digital.
La composición diversa de la comisión, con representantes de universidades estatales y privadas, así como de la sociedad civil y organizaciones de Fact-Checking, sugiere un esfuerzo por incorporar diversas perspectivas en este análisis crítico. No obstante, la sombra persistente es la posibilidad de que esta comisión, nacida de la polarización post-plebiscito, se convierta en un árbitro de la verdad, limitando la pluralidad de voces que caracteriza a una sociedad democrática.
En el escenario internacional, experiencias similares arrojan luces y sombras sobre la efectividad de tales comisiones. En Francia, la Comisión Nacional de Desinformación ha enfrentado críticas por su papel percibido como árbitro de la verdad, limitando la libertad de expresión. Contrastantemente, en Finlandia, el Consejo de Medios ha enfocado sus esfuerzos en la alfabetización mediática y la autorregulación, evitando la trampa de convertirse en censor.
En cuanto a los análisis críticos sobre estas iniciativas, autores como Timothy Garton Ash, en su obra «Free Speech: Ten Principles for a Connected World», advierten sobre los peligros de la regulación excesiva que podría transformar a los guardianes de la verdad en censores de la expresión legítima.
Así, la pregunta se intensifica: ¿puede esta comisión, impulsada por las secuelas políticas del plebiscito, mantenerse verdaderamente imparcial y evitar convertirse en una herramienta de censura previa? El desafío radica en equilibrar la necesidad de abordar la desinformación con la preservación de la libertad de expresión, y en garantizar que la búsqueda de la verdad no se traduzca en la imposición de una «verdad oficial». La Comisión Contra la Desinformación tiene ante sí una tarea monumental: convertirse en un faro de claridad en medio de las turbulentas aguas de la información digital sin caer en las trampas de la censura.